04 diciembre 2010
Bonaparte
Resulta que había una isla llamada Córcega, perteneciente a la cuña francesa. En tal islilla, en 1769, nació quien fuera uno de los mayores estrategas conocidos por el género humano. Pasado que sería un tiempo equis, al fin del cual Bonaparte encontrabase ya con su fama a cuestas, este personaje diría: “Donde con toda seguridad encontrarás una mano que te ayude será en el extremo de tu propio brazo”. Ya en 1784, fue cadete en la Escuela Militar de Brienne, y al año siguiente termina sus estudios en la Escuela Militar de París. Cuatro años más tarde participa en la insurrección de Córcega y, llegado que fue el 1793, nuestra novelesca figurilla del día de hoy es ascendida a general de brigada por sus méritos de guerra. Aunque poco tiempo después es nombrado General en jefe del ejército de Italia, donde obtiene numerosas victorias; y se casa con una tal Josefina de Beauharnais. Fin del párrafo.
Pero no todo era pompa y boato en la vida del petizo Bonaparte, pos entre 1798 y 99 fracasa en la conquista de Siria y regresa, derrotado y mustio, a Francia. Tan triste y vencido quedó nuestro padecido, que tornóse melancólico tomando el poder de Francia mediante un golpe de estado. Además, es nombrado Primer Cónsul, con lo que pasó a ser el capo máximo del país galo, con ultra poderes dictatoriales de todo calibre. Enter.
Y luego sí, con todo el poder en el poder, el año 1800 es testigo de la caída de Austria en aquella recordada batalla de Marengo, consolidando, por consecuente, sus conquistas en el norte de Italia. Cosa rarísima pero cierta, dos años más tarde es nombrado Cónsul Vitalicio. Sigue siendo mortal como usted y yo, no obstante. Y como si lo anterior fuese o fuera una poquedad, en 1804 es coronado emperador de los franceses en Notre Dame, y al otro año derrota a Austria y a Rusia en la batalla de Austerlitz, y al otro año, que es 1806, establece aquella archisabida Confederación del Rin pasando a controlar Polonia y achicando el mapa para sus beneficios. No dejando de ser un genio por donde se lo atisbase, nuestro hombrecillo estratega crea el Sistema Continental, el cual fue destinado a bloquear y devastar el comercio inglés. 1807: como quien no quiere la cosa, en un plis plas, invade Portugal.
Nada sosteníase ante el inminente paso de su fuerza de choque, es decir, la Grande Armée –el Gran Ejército- y a su templado mando operativo que, según de su propia voz, equivalía a otro ejército invencible. Si bien es notorio que se tenía fe, vale destacar la conocidísima frase que dice: “En los negocios de la vida no es la fe lo que salva, sino la desconfianza”. Cientos de miles de cadáveres de todos los bandos, en lotes y pilas acumulables, con todo lo que conlleva dicho cuadro, pavimentaron las arriba mencionadas glorias de guerra. Cientos de miles de soldados no muertos y sus bien y siempre fieles funcionarios, supieron esparcir por toda la Europa los principios de la Revolución francesa. Y no lo vencen. E iba por más, pues según cierto artículo de Biografiasyvidas.com: “En todas partes los derechos feudales eran abolidos junto con los mil particularismos económicos, aduaneros y corporativos; se creaba un mercado único interior, se implantaba la igualdad jurídica y política según el modelo del Código Civil francés, al que dio nombre -el Código Napoleón, matriz de los derechos occidentales, excepción hecha de los anglosajones-; se secularizaban los bienes eclesiásticos; se establecía una administración centralizada y uniforme y la libertad de cultos y de religión, o la libertad de no tener ninguna. Con estas y otras medidas se reemplazaban las desigualdades feudales -basadas en el privilegio y el nacimiento- por las desigualdades burguesas -fundadas en el dinero y la situación en el orden productivo-.” Una cosa rarísima. No sé; no sé si llega a calidad de.
La obra Napoleónica es el sello indiscutible de la victoria de la burguesía, lo cual queda más que claro en una de sus frases: «Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un solo pueblo, y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habría hallado en su patria común». Esta, digamos, prematura visión de una Europa unificada, de un poder total sobre el mapa aquél (a qué bigotín me recuerda?), quizá el ápice de la fascinación histórica que su persona despierta en historiadores y fanáticos, a resultas de un inevitable deseo de poder tanto aquí como en la China, resumo: esta desmesurada ambición de poder, ¿acaso no es genial?
Antes de su ocaso, el 5 de mayo de 1821, Napoleón Bonaparte escribió sus memorias intituladas Memorial de Santa Elena, en las que se describe a sí mismo tal como deseaba que se lo viese en los futuros. A día de hoy, no obstante, aún se reconocen en Napoleón varios Napoleones: el ambicioso, el visionario, el aventurero, el mujeriego, el héroe, el hombre, el que dijo: “La palabra imposible no está en mi vocabulario”.
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