21 agosto 2011

Fragmento de mi primer libro: "Bajo las Horcas"

Aquí aparece el final del cuento "La señora de Brown"; luego aparece el personaje que lo narra (Broncíneo de Galván) junto a quien escucha: el Señor Hadrón Camellón de Marras. Ambos ahorcadísimos y fumando.





...Al día siguiente, en el jardín, un grupo de ingenieros estaba abocado a una tarea extraña. El señor Brown los vio a través de la cortina de su habitación. En medio de estos sujetos, su esposa hacía grandes ademanes como si dibujase en el aire una habitación. Corría de un lugar a otro, con un brazo extendido –colocándolo a diferentes alturas conforme se desplazaba-, como si fuese edificando un muro, hilera por hilera. Uno de los ingenieros movía la cabeza, negando, y dibujaba en el aire un recuadro con la punta de sus dedos, por el cual metía y sacaba la mano como si se tratase de una ventana. La señora de Brown, en respuesta, ponía el puño en alto, gritaba algo que llegaba a enrojecerle la cara, y volvía a ejecutar la pantomima antes mencionada. Los ingenieros se miraban entre ellos, extrañados. Tocaban sus cascos y hacían girar cerca de sus sienes el dedo índice sin que ella los viera. Una vez más se negaron hacia lo que ella les venía indicando. Pero la señora de Brown era pertinaz –y ponía el dinero-, así que por último cedieron.


Trabajaron en el jardín durante el largo de una semana, con sus días y sus noches. La señora de Brown no decía una palabra a su marido. Pero él ya sabía cuál era el objeto de tan formidable mausoleo.

Las chicas del servicio, que no eran tontas, ocultaban ante su ama y señora la alegría provocada por su pronta desaparición. Ella, por su parte, les hizo pagar un doloroso precio por el alivio que les ofrecería. Así que las mandó a limpiar los vidrios durante toda esa semana, sin tregua, y con el doberman de custodia. Al animal le negó alimento durante los siete días, apostando de ese modo a un exabrupto fatal por parte de sus instintos caninos.


El señor Brown no esperaba una sola palabra de parte de su esposa ni tampoco quería incitarla. Ella durmió durante el tiempo dicho en la sala. Hasta el momento todo parecía una parodia a fin molestarlo. Lo que el bueno del señor Brown ignoraba, era que su querida esposa, que era muy obstinada, no estaba jugando. Mantuvo la boca sellada, hermética, hasta la noche de su inhumación. Allí fue que se le presentó a su marido y, de manera muy escueta, le dijo:

-Voy a demostrarte que yo tengo razón. Adiós. –Pero antes de abandonar del todo la habitación, se volteó para verlo y le clavó ambos ojos en donde debía hacerlo-: Cuidado con lo que haces en mi ausencia. Que será larga.

Era la noche del fin y del principio.

Los ingenieros habían erigido el mausoleo dejándole una entrada vertical, de modo que cupiera un cuerpo de perfil. Dentro de la fosa dispusieron las peticiones de la señora de Brown: un balde con cemento, una palita de albañil, siete piedras iguales.

Hasta el momento en que colocó la séptima piedra de su tumba, el señor Brown se mantuvo tieso, mirando tras la cortina con ojos petrificados y saltarines a un tiempo. Luego se fue a la cama. Sabía bien que antes de la media noche ella estaría pidiendo a gritos que la liberasen.

Pero no fue así. El mausoleo constaba con un pequeño adminiculo de tormento: un cordel que pendía en el centro como una horca, y en cuyo extremo lejano, situado en algún recóndito lugar de la casa, una campanilla de bronce.

Pasada la medianoche la campanilla comenzó a vibrar. El señor Brown fue sacado del profundo sueño como si lo sujetasen fuertemente de un párpado. Quedó temblando, y con un severo tic en uno de sus ojos. Sólo escuchaba los chirriantes ecos de la campanilla. Nada más.

“Una campanilla”, pensó, sujetándose de las mantas. “Pero si yo mismo mandé destruir ese objeto subordinante.” La señora de Brown se valía de tal instrumento a fin de llamar a las chicas del servicio. Pero, efectivamente, su marido se había encargado de hacerlo desaparecer: “Quémela”, dijo a una de las chicas. “Pero –le contestó ésta en esa oportunidad- es de metal. Y el metal no se quema.” “Entonces entiérrela y póngale una pesada losa encima. Mi mujer no es tonta, y podría encontrarla.” Así que cabía la posibilidad de que la señora de Brown hubiese dado con la tumba del objeto sonoro. Podría ser.

No obstante, el señor Brown no sintió barullo en los corredores. Las chicas del servicio no salían corriendo como era costumbre. Podrían estar rendidas luego de limpiar los tantos metros cuadrados de vidrio. Las llamó con presteza, y a grito pelado: “¡Filomena. Estigma en Flor. Calatea…!” Nada. Nadie acudió a su llamado. Solamente la campanilla, vibrando lejanamente.

Así que el señor Brown salió de la cama, se equipó de linterna y comenzó a errar por la senda del sonido.

Al llegar a la sala comprendió que la campanilla salía de múltiples lugares a la vez. Comenzó a recorrer las diferentes habitaciones, siguiendo la aureola ovoidea proyectada por la linterna. Era como si la casa entera estuviese tañendo miles de campanillas, y como si cada una de ellas, por sí solas, fuera capaz de advertir su presencia a fin de acallar su paradero. Al llegar a una habitación de la cual brotaba el retintín, éste se acallaba; como si una mano le impidiese vibrar. Y de inmediato, todas las habitaciones retomaban el barullo. Era como perseguir una sola nota en medio de cientos de instrumentos en plena euforia. Cruzó por su cabeza la posibilidad de llamar nuevamente a las chicas del servicio. Pero ¿cómo iban a oírlo con tamaño barullo?

Así que salió al jardín y se encaminó hacia el mausoleo.

La palidez azulada, ártica de aquel objeto en cuyo interior estaba la señora de Brown, parecía haberse apoderado de un envejecimiento prematuro: sus rocas resquebrajadas, líquenes antiquísimos engarfiados a los diedros, y los frágiles esqueletos de pequeñas hiedras subordinándolo lentamente. Por un momento el señor Brown creyó estar metido en un sueño espantoso. Pero no era así.

Al llegar a la tumba vertical, logró distinguir la hilera formada por las siete piedras. Se acercó hacia la pared y direccionó una oreja para escuchar. Adentro, efectivamente, sonaba la campanilla. Pero sonaba de forma extraña: como si el sonido saliera de un aparato eléctrico cuyo volumen fuese aumentando y disminuyendo. Hundió uno de sus dedos en el cemento todavía fresco y retiró uno por uno los pesados pedruscos. Llamó a su querida esposa pero ésta no le contestaba. Así que pasó de lado al interior de la fosa vertical, y advirtió bajos sus pies un desnivel en el terreno. Había un agujero en la tierra; y era de allí de donde ahora, nuevamente, comenzaba a brotar el sonido de la campanilla. Más fuerte, más lejano y profundo.

-Querida. Querida –gritó a vivas voces-. Querida, ¿estás ahí?

El señor Brown se hincó de hinojos y comprobó las dimensiones del agujero. Era grande; demasiado como para arrojarle un cuerpo y que se lo comiera. Su brazo se hundió rápidamente hacia abajo, y con la visión manual descubrió los pliegues de una escalinata. La tierra estaba todavía fresca, húmeda, como si su mujer hubiese estado cavando momentos antes. Pese a su decrepitud física, los arrojos lo empujaron hacia el fondo de esa segunda cámara. Lentamente se hundió en el pozo: “Querida. Querida, ¿estás aquí?”

La señora de Brown, ciertamente risueña, al ver bajar a su marido dejó de tañer su campanilla. Pero las otras, las de la casa, seguían vibrantes y persistentes: nadie había ordenado que se detuviesen. Las chicas del servicio jamás desobedecerían una de sus órdenes.

Los ingenieros habían colocado la trampa en el noveno escalón, de modo que cuando cierto peso se posara sobre una báscula, ésta se accionara sellando por completo la boca del agujero con una losa pesadísima.

Y así fue. Cuando ello ocurrió, luego de unos minutos la señora de Brown regresó al jardín con un balde lleno de cemento. Estuvo toda la noche abocada a la tarea de sellado. Se puso a cantar y todo.

Desde ese día quedó sola en la enorme casa. Era toda para ella. Había tomado la precaución de echar a todas las chicas del servicio al día siguiente. Jamás el menor atisbo de culpa le atravesó la calma. Antes al contrario. Ella sabía bien que su marido tenía razón: es imposible sobrevivir en esas condiciones. No sería ella, sin embargo, quien lo demostrase. Era pertinaz, pero no tonta.

*

Broncíneo de Galván soltó una triza de humo –añejada en una muy lejana pleura pulmonar, perteneciente a un cilindro fumable aspirado algunas décadas antes- y remató:

-Fin.

-Colega –dijo Hadrón lleno de alborozo-, permítame expresar los resultados de su historieta a boca llena.

-Permitido.

-Ja, ja, ja, ja, ja, ja… Ja, ja, ja, ja, ja… Ja, ja… Ja, ja, ja, ja, ja. Colega… (Hadrón Camellón de Marras hubiese seguido riendo hasta el fin del tiempo: es decir, hasta que los cuervos acabasen comiéndose su lengua. Pero la dicha los acompañó esa vegada y pronto Hadrón Camellón -“Ja, ja, ja, ja, ja… Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja… ¡¡¡Ja, ja, ja!!!”- logró contener la risa. Broncíneo lo miraba como quien ve a alguien riendo grotescamente –“Ja, ja, ja, ja, ja. JA JA JA JA JA JA…”- de modo que poco a poco comenzó a sugestionarse creyendo que su colega estaba burlándose de su historieta. Podría ser. –“Aaaaaaa…. Aaaaaa… Ja, ja, je, je…”-. El buen uso de la risa tiene un límite; si este es rebasado minúsculamente con un leve Ij, Jaj, Ik, etcétera, se convierte en burla. Muchos duelos se han comenzado por una jota de más. Lo mismo sucede con el uso literario del “Ja”; es por eso que aquí sólo se han expuesto algunos pocos de los mil setecientos veintitrés Ja, je, ji, Ik Aaaaa, Gjjjj, Jejjjj, etcétera) me ha pillado la risa.

Broncíneo, como es lógico, se sintió tenazmente ofendido. Cruzó por su cabeza la alegre posibilidad de matar al ramplón que ondulaba a su lado. Pero Hadrón ya estaba muerto. Así que, como mejor pudo, disimuló y dijo:

-Bueno, bueno, bueno. Quisiera verlo tan chistoso al momento de tomar la palabra. Paladeo ya cierto machismo en su jocosa risa.

-Colega. Su historieta es increíble. Flaquea en ciertos puntos. Y lo peor: No Es Realista.

Broncíneo enseñó un tono de voz reservado para dar cátedra. Tronante, cavernoso, cuchillero, como salido desde el interior de un tubo metálico. La misma voz que hubiese usado Gengis Kahn en sus días:

-El realismo, querido juez, tiene tantos pliegues como el espacio. Depende su credibilidad, por otra parte, del lugar en donde el espectador, lector u oyente se halle. Sólo basta con atravesar uno de esos pliegues, saltarse de una membrana espacial a otra, salirse del campo de visión del otro, para que el lector quede a miles de años luz de percepción, y su idea de realismo sea diferente. Me atrevo a decir que hasta la más fantástica obra surrealista, es realista.

-¡Vilipendios! –bramó de Galván como si le palpasen un testículo-. ¡Injurias, escarnios!

Broncíneo, con un ligero quiebre de cejas:

-Ah, querido amigo. Sus palabras saben a crítico arropado por el moho. No hay peor crítico que el comido, lentamente, por los ácaros de su convicción. Creen saberlo todo. Ya lo dijo Lao Tsé: Quien cree saber lo que no sabe, tiene la mente enferma.” De inmediato que le palpan un huevito al crítico, salta como la inmundicia añejada en las pústulas. Hay tipos que viven así. ¿No es terrible? ¿Le apetece fumar?

-Por cierto –interrumpió Hadrón, quedando muy serio, como si jamás antes se hubiese desternillado de risa, y aceptado el cilindro-. Tengo un amigo que está desempleado. Es un buen tipo, pero idiota. Como la poca plata que pudo juntar no le da para mucho, se empecina en reducir los gastos a la mínima potencia. Él cree que si disminuye al mínimo el uso del desgate, aumentará las posibilidades de no morirse de hambre. Está equivocado. Se va a morir igual. Es demasiado humano, como dijera un pariente mío.

A veces pasa días sin salir de la jaula de Faraday a fin de ahorrar energías. Le andan las moscas y no las espanta. Tampoco piensa. Se mantiene como en un limbo o mantra perpetuo, pero sin sonido para este último. No habla ni consigo mismo. Sólo sé que está vivo porque responde al dolor: le pegué una trompada. Si evita lavarse los dientes, sea un ejemplo, puede con esa energía ahorrada hacer la síntesis de una taza de arroz. Casi ni come, no obstante. Mantiene el justo equilibrio para sobrevivir. Ha conseguido fumar los cadáveres de los cigarrillos que otrora dilapidara. Arma y arma cada vez más diminutos puchos, y con los resultantes sigue armando. Así: ad infinitum. Piensa encontrar el punto atómico de un último pucho, y fumárselo también a ese. Igual le explota. Quién sabe.

Hace unos días me contó que tristemente le quedaba poca yerba. Y a él le encanta tomar mate. Antes tomaba en porongo grande. El de ahora parece un dedal. Con un kilo de yerba tomaría mate durante setecientos años. Había puesto la calderita a la llama. El agua justa, no más. Siempre vigilándola de cerca para no gastar demasiado gas, que está carísimo. Cuando el agua rondó los ochenta grados (que es la temperatura exacta, según él), se apresuró a meterla al termo a fin de no desperdiciar calor. Cual no fuera su sorpresa cuando, al inclinar la caldera, el agua no salía por el pico. Pero agua había. Primero porque él la había puesto. Segundo: lo confirmó gracias al peso y al vapor que salía por la hendija de la tapa. Y tercero porque, a esa altura, todavía no se había vuelto loco. Entendió que algo obstruía el flujo del agua de un entorno a otro. Desesperado ante la posibilidad de tener que recalentar el líquido, el muy inepto apoyó los labios en el pico para soplar. Pobre. Le quedó una trompita achicharrada: arrugadísima al quemarse. Parece un Dalí viviente. Pero había alcanzado a soplar con ganas, y sin embargo el agua no salía. Ya tomando severas precauciones, sacó la tapa y metió un alambre para destapar el caño. Pero el alambre, para su sorpresa, no aparecía por el agujero. Algo le impedía el paso. Gracias a la turbiedad que manifestaba el líquido, era incapaz de ver lo que había en el fondo. Ahora pregunto: ¿Se puede ser tan idiota y no sacar el agua por el hueco de la tapa? Al parecer sí. Se puede. Con toda la tristeza que la situación le demandaba, se sentó a esperar que la temperatura aflojase un poco. Luego de un rato (comprobó con los dedos el calor), metió la mano para destrabar el asunto. Cual no fuera su espanto cuando, al llegar por fin al caño del pico, se encontró con un objeto gomoso y afelpado. De éste salía un filamento largo, que viboreaba lánguido en el fondo como un fideo. Tiró con fuerza hasta que hizo “ploc”… y sacó una rata. ¿Se puede llegar a creer?

La había hervido a la pobrecita. Estuvo lamentándose por varios días. Y ni ganas de tomar mate le había quedado. Me dijo: ‘Fijáte que el cuerpo del animal, quiérase o no, implicó un mayor gasto de gas, desestabilizando así mi economía de faquir. ¿Te das cuenta lo que son las cosas?’

Entonces mi amigo no era tan idiota como usted está pensando, Señor de Galván. Fíjese que si hubiese sacado el agua por el hueco de la tapa, sin averiguar antes qué obstruía el pico, se habría tomado el cocido de rata con todas las inmundicias que ello implica. ¿Se da cuenta, Señor Broncíneo? Pero ¿le digo qué fue lo más triste? Esa rata que él cocinó, pobre animal, no era un intruso sino su mascota y única compañía. La tenía desde hacía meses. Incluso le había puesto nombre. Juancha, le puso. Él la quería mucho.

Pero me he ido de tema. Este amigo mío alguna vez tuvo mujer. Ella era muy gorda y él la quería. Si a usted le apetece, Señor y Colega de Galván, puedo narrarle la increíble historia de Julia, la mujer de mi amigo.

-Me urge –dijo de Galván.

No hay comentarios:

Publicar un comentario