29 noviembre 2010
Tomás de Torquemada
España, siglo XV.
Luego de que el venerable Pedro Arbués, tercer inquisidor de España, fuera asesinado a manos de una caterva de herejes y judíos, el poder de Tomás de Torquemada extendióse con autoridad sobre todos los reinos de las Coronas de Castilla y Aragón. Fue en 1482 cuando la Santa Inquisición tornóse pesada, irrisoria. En tal año, Torquemada fue nombrado Inquisidor General por Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla. Quien fuera aquel joven que ingresó en la iglesia como miembro de los domínicos, y en las ascuas soledades de la vida de monje desarrolló su carrera eclesiástica, se convertiría en el causante de la muerte de miles de seres humanos y la tortura de otro tanto, en lote aparte. Auspiciados por nuestro exquisito personaje, Torquemada, el Santo Oficio fue llenándose de iguales torturadores.
Juan Antonio Llorente, quien fuera el primer historiador del Santo Oficio, dice que durante el mandato de Torquemada fueron quemadas más de 10.000 personas y otras 30.000 sufrieron espeluznantes torturas y tormentos, a los fines de hacer abandonar la falsa religión, obligando a los judíos y herejes a hacerse a la verdadera, es decir, al cristianismo. Torquemada fue un inclemente perseguidor de toda disidencia religiosa, que llevó su celo ortodoxo hasta la más desmedida crueldad imaginable. Convencido hasta la náusea de la necesidad de la unidad religiosa, fue uno de los inspiradores de la expulsión de España de los judíos que no aceptaran convertirse al cristianismo (1492). Luego aumentóse el rigor en la persecución de los judeoconversos (grupeto de arrepentidos al que él mismo pertenecía), acusados frecuentemente de seguir practicando su religión en secreto.
Acompañado por dos monjes del Santo Oficio, a lomos de sonoras chanclas, Tomás de Torquemada descendió a uno de los calabozos del cual se despedían tufillos nefríticos. Allí adentro, entre figurillas fantasmagóricas que, pendiendo de cadenas y estacas, espeluznan de solo imaginarlas, se encontraba prisionero cierto judío de la carretada hereje. Al día siguiente sería conducido al quemadero, donde iría consumiéndose junto con su penoso error teológico. Llegados que fueron estos personajes, Torquemada se acercó al judío y, casi hincado de hinojos, con pausada voz apelmazada hablóle de esta guisa:
-Querido hijo, el momento ha llegado. Así es. No hemos hecho más que querer guiarte por el buen sendero. A fuerza de picanearte el hígado, entre otros quehaceres, nos hemos visto en la obligación de inculcarte el santo dolor, a los fines de hacerte recapacitar. Pero eres obstinado.
Torquemada pasó al silencio. El judío, reseco pingajo, apenas lograba concentrar sus escasas fuerzas para mover la cabeza, al menos, a fin de demostrarse con vida. Delgado y consumido por la picana, veíase. Permanecía callado, no obstante. Torquemada, viéndole blasfemar en el más asqueroso silencio, quizá pactando con vaya a saber qué entidad demoníaca, y no redimirse ni siquiera en el último momento, siguió así:
-Por lo tanto –dijo casi invadiéndole la oreja-, por lo tanto, mañana temprano cuando el sol ya sea dado, hemos que llevarte al quemadero. Así es. El preludio voraz del merecido infierno, hijo mío, es lo que te espera.
En ese momento el judío, que deliraba dentro de varios delirios superpuestos (cual si fuesen una mamushka infinitésima) levantó la cabeza. Apenas entreabiertos los ojos, resquebrajados y nulos, miró la cara de Torquemada, quien lo veía tras su cara de quemador.
El gran Inquisidor sintióse tranquilo, no obstante.
Pero cual no fuera su sorpresa, cuando en la cara del judío vio la suya, y el que colgada de las cadenas vio en Torquemada la de otros tantos. Y así, en una consecución de réplicas cual espejos enfrentados, aquella noche, en aquel profundo calabozo, el Santo Oficio fue testigo de la famosísima vuelta de la tortilla.
Al día siguiente, quien fuera el gran calcinador, a manos de judío, hereje y no cristiano, viose quemado en su propia hoguera. Vuelta y vuelta. Sea ensalzado en la paz de sus convicciones. Yah, Alah!
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