26 febrero 2011

Gulliver


POR ESAS COSAS TALES DEL TIPO, pongámosle, extrañas y sin hacer literatura de ello, me he visto en la pragmática realidad del naufragio. En tales casos, téngase como buen saber, el sujeto que naufraga necesariamente deberá ser alcanzado por una costa, de ser posible de mar. No toda pérdida es precisamente un naufragio, ni un naufrago un perdido. Hago llamar Gulliver a esta bocaza que se ha visto convidada a participar de esta bonita publicación, que cierto sujetillo a dado a llamar No! Biografiamos. Como decía, allá por mayo de 1699, conocí a un individuo llamado Jonathan Swift, quien tuvo la exquisita gentileza –muy a mi pesar- de invitarme a ser juez y parte de cierto experimento que venía fulgurando en su quijotera. Le permití que hablase, y como era de buena labia, dejóme embaucado con cierto viajecillo en ultramar del que yo, que soy muy afín a tales empresas, no dudé un segundo en aceptar.

Válgame dios, si es que existe.


Las fuerzas que me fueron dadas, quiera creerse o no, insuficientes se vieron al estarme yo tan adherido sobre la arena. Una jauría de pequeños hombrecillos me amarró que era un marrano. Con diferentes ataduras análogas a lo que son los cordeles de sujetar paquetes, me estaquearon al ras del horizonte y allí quedé, mutis. Vociferaban en cierto argot que poco demoré en dominar a pedir de boca. Lo único bueno del asunto fue que yo, que sé quién soy, jamás dejé de ser Gulliver, como ese de la novela. Aquella turba de chaparrones resultó ser la gente de Lilliput. Miden poco más de catorce centímetros. Todos. Del primero al último. Al principio parecía de lo más encabritonados. Echábanme conjurillos del tipo aquelarre pero sin bruja.

Pero nada más me hice el dócil ya me soltaron y nos dimos a la juerga. Si hasta llegué a ser el favorito de la corte y bebíamos hidromieles y la mar en coche. Incluso, ya que viene al caso, por excesos del antedicho brebaje existe cierto bache en mi aventura del que nadie se atreve a hablar. A resultas de ello, a estos chaparros se les antoja separarme de mis globos oculares. Así que me hice de un amigo que me ayudó a escapar con cierta barcaza mal construida que flotaba y todo.

Mal que me pese, debo confesar que caí en otra tierra de más extraña. ¡Ay de mí! Si en Lilliput eran pequeños problemas, aquí hallé todo lo contrario. Aquí en Brobdingnag, los sujetos son doce veces mayores que un servidor. Y por ser vuestro humilde narrador tan pequeñín, fui comprado por pocos dineros salidos del costal de la reina. Y como era incapaz de, por ejemplo, sostener un tenedor que me superaba la altura por varios estadios, la propia reina indicó la construcción de todo lo que me fuese necesario. También una casa, pequeñita para ellos; tan así que la llamaron la casa viajera, pos la llevaban conmigo en sí de un sitio a otro. Al igual que en Lilliput, no encontré boca que conociese a mi amigo Swift, quien me metió en tremendo lío. Lío, ahora que lo mencionó, y sea este un breve ejemplo, fue la ocasión en la que, como el gran Amadís de Gaula, hube de batirme en riña con elefantiásica avispa jamás vista quiera creerse o no.

Ahora bien. Estando yo en mi casa viajera, soñé que venía un águila del tamaño de un águila pero de Brobdingnag, para soltarme de lo más solito en medio del océano. Va y no era un sueño. Diga que por allí pasaban unos marineros que me pegan el aventón nuevamente a Inglaterra. Y de Swift, ni rastros. (Aquí me dictan que sea breve, y en forzoso caso omita parte de mi relato. Por lo que invito al lector a interesarse en el original de esta mi aventura, intitulada Los viajes de Gulliver).

Luego de insufribles avatares, me vi navegante no por última vez. Sólo me faltaba que me atracasen los piratas, cosa que, de hecho, sufrí en tinta propia. ¡Ay de mí! Me echaron encima de un bote salvavidas y que te vaya bien. Como pude me fui arrimando a la costita más cercana y única. Allí, cosa incontable, me encontré con una raza no menos extraña que las anteriores. Era en la ciudad de Houyhnhnms, donde moraban ciertas bestias horribles y deformes por todos sus flancos. Eran caballos. Vivían de lo más armoniosos. Tan así que llegué a odiar al hombre, en tanto buscaba a Swift, y me quedé allí de lo más campante. Así y todo, pese a mi conformidad con dichas bestias, éstas consideraron que yo era una amenaza. Pero, si no soy más que un hombre. ¿Qué se puede temer de un hombre, animal que no hace más que modificar lo que no es suyo, a los fines de verse beneficiado? Una cosa rarísima, si uno va al caso.

Pero por fin pude escapar hacia mi Inglaterra humana. Y ahora, no soy más que un pobre ermitaño. En la vuelta. Es por eso que insisto en buscar a Swift, por haberme metido en este lío novelesco. Ando las tardes enteras hablando con los caballos del establo, y no me interesa nada más, ni siquiera mi familia.

Soy el bicho más extraño de este mundo.

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